Estábamos todos. Juan, Cris, Jero, Joana y yo. Un grupo de amigos improvisado, pero unidos por una afición común: el senderismo. Y unidos por habernos ido encontrando en diferentes rutas y a través de los típicos favores que surgen tras los imprevistos. Es decir, tener que rescatarnos de una caída o prestarnos todo tipo de cosas entre nosotros, desde unos calcetines hasta alguna crema descontracturante.
La idea estaba clara. Y el objetivo, emergía de fondo de forma majestuosa. El GR11, una de las rutas más duras y populares de los Pirineos. Una ruta diferente a nuestras quedadas semanales por las montañas de nuestra provincia, por su variedad de terrenos y su largo recorrido atravesando toda la cordillera de mar a mar, desde el Mediterráneo al Cantábrico. Y lo teníamos todo: las botas de trekking ya trilladas, la mochila, y hasta algún remedio escondido para las adversidades.
Como sólo teníamos tres semanas en las que coincidíamos todos, y la ruta completa son aproximadamente 800 kms (unas 45-50 jornadas), decidimos hacer el tramo central, porque consultando varias guías y pidiendo consejo a amigos que ya habían hecho el recorrido, todos coincidían en que era el más bonito, aunque también el más duro: empezaríamos en el Parque Nacional de Aigüestortes y acabaríamos en Isaba, una pequeña población de Pirineo navarro.
Comenzaba la ruta. Risa nerviosa y unas ganas que hasta se transmitían en forma de ansiedad. Esos días, el sol pegaba fuerte, pero ni el sudor mermaba la ilusión. Durante los primeros kilómetros, aquello parecía un paseo. Había ganas de compartir ciertas historias y lo tomamos con calma. Pero, poco a poco, la ruta se complicó.
Era nuestra primera vez en el GR11. Y estábamos advertidos de que nuestra aspiración de hacer un trekking de varias semanas, podía acabar saltando por los aires en los primeros días. En el peor de los casos, no hubiéramos sido los primeros en abandonar tan pronto.
No fuimos demasiado salvajes, pero los primeros días quisimos cumplir el objetivo de los 20 kilómetros. Pero, claro, hablamos de una duración de ocho horas entre las subidas interminables y las bajadas matadoras. Y eso cada día. Las consecuencias aparecieron a la mañana siguiente en forma de primeros atisbos de agujetas casi inmovilizantes. Ya desde la segunda jornada tuvimos que tirar de gel recuperador.
Creo que lo que más nos costó de asimilar fueron los collados de más de 2.000 metros de altura (ojo con el Collado de Añisclo!). De hecho, te diría que hasta bien entrada la ruta no supimos adaptarnos a tanto desnivel. Y perdón por el chiste, es que eran de otro nivel. Terroríficos, pero a la vez muy atrayentes. El GR11 es una suma constante de reto tras reto. Y a ti que te gusta tanto como a mí el estar en constante contacto con la naturaleza, seguro que me estás entendiendo.
¿Y qué decir del frío? Dio igual que el calendario marcara el mes de julio. De entre las infinitas opciones que nos ofrece el Pirineo, justamente por encontrarnos en la época estival, elegimos las zonas del Pirineo Central (mucho más agrestes e indómitas), ya que es difícil hacerlas en cualquier otra época del año debido a la nieve y el hielo.
Obviamente, al iniciar las rutas cuando apenas el sol nos estaba saludando, tuvimos que lidiar con esas temperaturas bajísimas. En este caso, la mejor protección la encontramos de dos formas.
Sí, ninguno de los miembros del grupo evitó el sistema de abrigo en capas para paliar la sensación de frío. Juan, Cris, Jero, Joana y yo éramos como cinco cebollas en medio de un paraje salvaje y verde. Jugamos al quita y pon de manera constante. Una térmica por aquí. Un abrigo transpirable que acaba en la mochila. Una capa impermeable exterior que vuelve a nuestro cuerpo.
Y también estaba el plan b para proteger los músculos: la crema de calor intenso que nos puso los músculos a tono y evitó esos problemas por falta de calentamiento. Para ello llevábamos mochilas grandes y casi seis kilos a nuestras espaldas. En una ruta como esta, hay que estar preparados para todo.
Hacia el quinto día, habíamos conseguido reestablecer la mente, algo que repercutió positivamente en la condición física. Aun así, las mochilas iban haciendo mella en nuestras espaldas y hombros. E incluso Jero tuvo un pequeño problema con los lumbares. Aquí entraban en juego las preferencias individuales. Por ejemplo, Cris prefería siempre aplicar el gel recuperador. Sin embargo, yo tengo que reconocer que me sienta mucho mejor el gel frío.
Al final, la necesidad era la misma en todos. Y un común denominador: recuperar el nivel de elasticidad antes del comienzo de cada jornada.
Conforme alcanzábamos el final de nuestra ruta, ocurrió algo que habíamos sido capaces de sortear durante todo el viaje. Tal y como nos habían advertido, el riesgo de perder la orientación estaría presente. Después supimos que nos perdimos cuando apenas faltaban unos pocos kilómetros para nuestro final en Isaba.
Ese inconveniente que provocó alargar la jornada unos cuantos kilómetros más, hizo que acabáramos con todas las existencias de la vaselina. El uso constante de las zapatillas trekking, sumado a la humedad y al frío matutino, provocaron ampollas en la mitad de nosotros. Y yo no pude ocultar más que llevaba tres jornadas con mis muslos conviviendo con unas rozaduras.
Nuestra ruta fue tan vibrante y espectacular como imaginábamos. Y lo mejor de todo, lo acabamos con un total de cero lesiones musculares.
Ahora toca planificar bien nuestro siguiente objetivo. ¿Cuántos y cuáles de los 800 kilómetros del Camino de Santiago haremos el año que viene? No tiene mucho que ver con el Pirineo pero… es algo que hay que hacer al menos una vez en la vida.